Página personal del médico y escritor colombiano Emilio Alberto Restrepo. Aquí se recopilan sus artículos, notas de prensa, entrevistas, conferencias, reseñas, producción literaria, etc. Si tienen comentarios, aportes, sugerencias, favor escribir a:
emiliorestrepo@gmail.com
Táctica literaria: qué nos dice la belleza en el fútbol sobre la vida y el arte
Esta conversación aborda la belleza en el fútbol como experiencia estética. El periodista Andrés Bedoya, el filósofo Julián González y el médico y escritor Emilio Alberto Restrepo Baena analizan jugadas individuales, movimientos colectivos y escenas del juego que expresan ritmo, precisión y creatividad. A partir del cruce entre filosofía, literatura y deporte, piensan el fútbol como lenguaje sensible, capaz de decir algo sobre la vida y el arte. El encuentro hace parte del ciclo «Diálogos entre fútbol, filosofía y literatura: la estética del gol». De la Casa Museo Otraparte (Fernando González)
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El reconocido escritor
Pablo Montoya enmarca el reciente libro de Emilio Alberto Restrepo, «Medicina
bajo sospecha», dentro de la tradición de la literatura moral, que busca hacer
prevalecer una ética del bien sobre las perversiones de un mundo malvado. En
este diálogo, el autor se encarga de desacralizar la medicina y muestra cómo
debajo del Juramento Hipocrático hay un submundo desconocido en donde lo que
importa es el dinero y la fama, antes que curar enfermos o salvar vidas.
Por Wilfer Pulgarín
De esto trata la
historia: en mitad de una madrugada, una mujer llega dando gritos a un centro
de salud de un barrio de Medellín. Está en trabajo de parto, ha roto fuentes y
un piecito de la criatura asoma por su vagina. El médico de guardia exclama:
—¡Necesito un
anestesiólogo! ¡Hay una podálica en expulsivo!
El único anestesiólogo
disponible, junto con la única instrumentadora a esa hora, están en el
quirófano de al lado, en la operación de un abaleado. ¿Qué hacer? Si no extraen
a la criatura de inmediato, que está sentada en el útero sufriendo, se muere.
En el griterío el anestesiólogo decide hacer algo que no debe: dar dos
anestesias al mismo tiempo. Sale de un quirófano, se mete en el otro y aplica
la anestesia a la mujer, que es una indigente, cubierta de mugre y envuelta en
malos olores.
¿Y cómo proceder sin
instrumentadora? Como de la nada, de un rincón, sale una mujer con aparente
edad de jubilada.
—Yo fui enfermera hace
años en Urabá, si quieren ayudo.
—Venga —dice el médico—.
Salgamos de este problema ya.
El médico hace la
incisión para llegar al útero y se encuentra con un tumor del tamaño de un
balón de basquetbol, detrás del cual está el bebé. El médico mueve el mioma,
corta el útero para sacar el niño, que está en una posición difícil,
lateralizado. En la dificultad, el médico se lleva por delante la arteria
uterina, un demonio escondido que comunica con la aorta. Salta el chorro de
sangre y le baña los ojos, porque no tuvo tiempo de ponerse las gafas de
protección. Al caos se agrega la entrada apresurada de una empleada del centro.
—Doctor, tenga cuidado,
porque el esposo de esa paciente tiene sida.
—¿Qué-que-qué? —,
balbucea el médico, que no ha terminado de extraer al niño.
La improvisada enfermera
le limpia como puede los ojos. El médico saca al bebé, pero el útero se le
desgarra hacia arriba. Más sangre, más caos. Clampa, es decir, hace una pinza
intrauterina, mientras corrige el desgarro. Termina el procedimiento, en niño
sale vivo y en buen estado. El médico suspira.
—¿Cómo quedó la cuenta de
las gasas? —pregunta a la mujer voluntaria, que responde:
—¿Y es que había que
contarlas?
Tres meses después, se
descubre que dentro de la parturienta había quedado una gasa, que luego dará
origen a una septicemia, causa de la muerte de la mujer.
De inmediato se hacen
presentes los «abogados buitres», que convencen a la familia, liderada por el
viudo, un irredento drogadicto, que demande a esos «asesinos de bata blanca»,
el primero de ellos al principal de ellos aquel que tuvo que pagarse de su bolsillo
el examen de VIH, que por fortuna salió negativo.
Ese médico, Alejo
Santamaría, joven, con pocos años de graduado, atenazado por los nervios, gago
después de ser demandado por cuatro mil millones de pesos, es uno de los dos
personajes principales de la novela «Medicina bajo sospecha», escrita por
Emilio Alberto Restrepo, recién publicada por la editorial CES, en su colección
Hojas de otoño.
El otro protagonista de
la novela es el doctor Lotero, que cumple en la novela el papel de contraparte.
A diferencia del joven médico, él es un profesional experimentado, recorrido,
con mil y una historias médicas a cuestas. Ha asumido el papel de perito en el
caso.
Interrogando al autor
Ambos médicos, Lotero y
Santamaría, se encuentran en la antesala de un juzgado, donde han sido citados
a declarar ante un juez para explicar lo que ocurrió aquella noche de
infortunios, que ha dado origen a una demanda que amenaza con arruinar
económica y profesionalmente una naciente carrera médica.
Esta es la punta del hilo
que toma Pablo Montoya, reconocido escritor colombiano, autor de varias
novelas, entre ellas «Tríptico de la infamia», que le valió el premio Rómulo
Gallegos en 2015, para dialogar en público con Emilio Restrepo sobre «Medicina bajo
sospecha», y exponer las claves de la obra. El encuentro se da en el contexto
de la Fiesta del libro y la cultura, una noche de jueves en el Jardín Botánico.
Pablo Montoya: Comencé a
estudiar medicina en 1982. Hice cuatro semestres. Una de las cosas que me llevó
a aspirar a la carrera fue el hecho de ser hijo de médico, pero también porque
tenía en la cabeza la idea de que el médico era un ser virtuoso, bondadoso, una
especie de sabio. Pensé que yo estaba destinado a eso, pero al entrar a la
facultad de medicina me di cuenta inmediatamente que había entrado a una
especie de infierno. Lo percibí con rapidez. Eso lo he revivido con la novela
de Emilio. Sentí que ahí había un mundo oscuro, un gran poder que contradecía
el carácter filantrópico del médico. Y la novela de Emilio me devolvió a esos
años en que yo quería ser discípulo de Hipócrates y me di cuenta de que no, que
no tenía las virtudes para hacerlo. Pero Emilio sí, Emilio sí logró ser médico
y al mismo tiempo escritor. Ingresé también a la Facultad de Medicina motivado
por algunas lecturas, que considero médicas y que también «Medicina bajo
sospecha» me hizo recordarlas. Estoy hablando de «El médico», de Noah Gordon,
un best-seller; de «Diagnóstico cáncer», de Heinz G. Konsalik, que muestra un
poco cómo los tratamientos de esta enfermedad están vinculados a la industria
farmacéutica y atentan contra la salud del enfermo, y también «La montaña
mágica», de Thomas Mann, más literaria que médica. Y yo pensaba que ser médico
era seguir las pautas que me mostraban esas lecturas. «Medicina bajo sospecha»
es una novela que cuestiona profundamente el oficio de médico y ese
cuestionamiento creo que está fundado en los principios del humanismo, de la
filantropía, de que los médicos existen únicamente para salvaguardar al ser
humano. Pero lo que hay aquí es otra cosa. Es un montón de facinerosos que se
han amparado en el oficio de la medicina para ganar plata. Mi pregunta es
entonces, Emilio, ¿por qué escribir un libro de este tipo? ¿Es un libro que
pretende denunciar un establecimiento? ¿Cuál fue tu pretensión al escribirlo?
Emilio Restrepo: Al
escribir no me planteo pretensiones así, muy definidas, como la elaboración de
un concepto filosófico. Simplemente trato de contar una historia. Porque mi
fascinación es contar historias. Así como me gusta que me cuenten buenas historias,
me gusta tratar de contar muy buenas historias. Y yo descubrí que desde mi
formación de barrio y de conversador de esquina, de espectador de Walt Disney,
mi fascinación son los malos. A mí no me gustan los buenos. A mí no me gustaban
los buenos de Disney. A mí me encantaban esos malos extraordinarios,
maravillosos y tan bien elaborados que poblaban el universo de Disney. O sea,
me gusta más la gente que es poderosa para una historia y ¿qué más poderoso que
un buen malo? Uno trata de plantearse la historia de una persona buena y en una
página está aburrido, no tiene mucho qué contar de ella. Pero cuando usted
trata de contar la historia de un malo, está llena de giros, de claroscuros, de
grises. No es totalmente malo, porque el personaje puede ser el más perverso
del barrio, pero es un gran hijo; es el más malo de toda la cuadra, pero es un
excelente hermano, y es solidario hasta la muerte con su compinche. Entonces he
descubierto que los malos me plantean unos personajes muy enriquecidos, que
generan historias muy buenas. ¿De qué se alimenta el escritor? De lo que
conoce, y yo conozco dos cosas: el mundo del barrio y el mundo de la medicina.
Entonces, si combinamos esos dos elementos, que me gusta hablar de los malos y
que me gusta contar historias, y que me alimento del barrio y de la medicina,
entonces se repite el esquema. ¿Para qué voy a hablar de un médico bondadoso,
que no hizo sino hacer el bien toda su vida? Se me va la reseña en una página y
no tengo nada qué decir. Se me agota el discurso, pero cuando me encuentro en
la vida real con un médico que ha engañado al sistema durante veinte años, que
aprendió a conocer todas las esquinas y todos los rincones del sistema, que lo
vulnera y no se le da nada, y es exitoso en lo que hace y pasa todos los filtros
y construye toda una forma de vida paralela, ¿cómo desaprovecharlo como
personaje? Desde la maldad del oficio médico, él es un personaje riquísimo y
todos quisiéramos escuchar qué tiene para contarnos, aunque no queramos ser
como él. Y al mismo tiempo, me permite hacer una denuncia. Al mismo tiempo me
permite hacer un cuestionamiento ético, político o antropológico, porque
también eso aparece en la novela.
PM: Emilio señala que le
interesan los malos y eso está muy claro en el desarrollo de esta novela, donde
se manifiesta la maldad humana, una maldad manejada por médicos. Yo pienso que
hay en la literatura de estos tiempos un concepto que es el de la literatura
moral, que no es muy bien recibida, pero que creo que tiene grandes ejemplos, y
es una literatura contundente, digamos, una literatura moral que para mí son
hombres buenos que escriben sobre gente mala, y eso lo que pasa en «Medicina
bajo sospecha», porque los dos narradores son médicos buenos, que cumplen con
su deber, con la letra del Juramento Hipocrático. Reconocen que su función es
defender al ser humano ante la enfermedad, pero están denunciando o están
mostrando casos perversos. Esta oposición entre narradores buenos o
protagonistas buenos, en medio de mundos anómalos o en medio del mundo
atravesado por la maldad, es lo que hace que surja una literatura supremamente
moral y contundente. Podríamos hablar de casos como el célebre «Cándido» de Voltaire,
que presenta a un hombre bueno, Cándido, que ingenuamente cree el mundo en el
que vive es el mejor de los mundos posibles, y, sin embargo, lo que nos cuenta
es una sucesión de horrores guerras, tragedias naturales, secuestros, piratas,
saqueos, etcétera. Esa oposición entre un personaje bueno y un mundo
descompuesto, hace que cierta literatura sea atractiva. Escuchando a Emilio y
leyendo «Medicina bajo sospecha», este libro podría entrar en la dimensión de
esas obras literarias, en la medida en que tiene un sentido ético presente.
También pasa que si te pones a contar la historia en un libro solamente
caracterizado por la maldad, quizás no soportemos el libro y lo cerremos, pero
como hay un narrador que tiene unos principios importantes, que debemos rescatar,
es lo que hace que esa posición ética se manifieste y nosotros avancemos como
lectores en el libro. Entonces yo creo que sí hay buenos ahí.
ER: Eso fue buscado. (La
novela) es un diálogo entre dos personas, que en sí mismo plantean una
contradicción arquetípica: un médico viejo y uno joven; uno seguro de sí mismo,
fuerte, y el otro nervioso, angustiado, que gaguea al hablar, a quien inauguran
con una demanda multimillonaria. En el juzgado se encuentran las experiencias
de esos dos personajes, que tienen dos formas de ver el mundo, cada uno con un
equipaje académico diferente, que son los buenos y hacen pareja contra los
malos. Los dos protagonistas también tienen contradicciones entre ellos. Cada
conversación que sostienen, mientras esperan que los llamen a audiencia, abre
las puertas de un submundo. El médico de la experiencia cuenta historias
asombrosas, aterradoras, y el joven, que está absolutamente angustiado, no sabe
dónde meterse.
PM: En la novela se
presenta un mundo descompuesto, donde todo es abominable. Muestra una sociedad,
un país, una ciudad, descompuestos. Ahí es cuando pensamos, por ejemplo, en
Medellín. En lugar del modelo de ciudad, la ciudad innovadora, Emilio nos presenta
una ciudad corroída en sus valores éticos, en los valores éticos de la
medicina. Yo, que vivo aquí, que estoy en un sistema de salud, pensaba mientras
leía la novela «qué tal que yo caiga en manos de uno de estos médicos».
Entonces, es una novela que molesta, que cuestiona, que nos mueve el piso de
algún modo. Yo no sé qué pensarán los médicos cuando la lean, no sé qué
pensarán las enfermeras, qué pensarán los grandes gerentes del lobby de la
salud, que en la novela se abordan de diferentes maneras. El asunto de los
abortos, que es capital en el libro, muestra toda esa estructura oscura que ha
rodeado esta práctica, porque cuando los abortos son legalizados en las
sociedades no se presentan esas cosas.
ER: Él tema del aborto
está más ampliamente expuesto en una novela que salió el año pasado, que hace
parte de las novelas de Joaquín Tornado, la serie que tengo. Se llama «El
expediente monaguillo», y que sacó la colección de Policías y Bandido de la Editorial
Bolivariana. Esa novela es más aterradora que «Medicina bajo sospecha», y la
verdad es que no tengo que inventar nada, yo tengo muy poca imaginación, lo que
tengo son orejas para oír, ojos para ver y una memoria. Esto me sirve para
hacer reelaboraciones que tratan de tener una forma literaria.
PM: Es imposible separar
la relación que existe entre los médicos y los grupos poderosos, como los
narco-paramilitares. El médico narrador cuenta también su paso por un hospital
que está manejado por estos personajes en las afueras de Medellín. ¿Cómo es esa
relación de la medicina con este fenómeno?
ER: Es tan simple como
esto. Antes de la elección popular de alcaldes, las elecciones las dirigían los
directorios políticos, que decidían quién era el alcalde o el gobernador. Pero
después, cuando estos cargos se comenzaron a pelear con votos, esos directorios
ya no son solo el liberal y el conservador, sino que hay un montón de
directorios de garaje, porque los que mandan no son ellos, los que mandan son
los contratistas. En los pueblos, quienes eligen a los alcaldes son estos. Y da
la casualidad de que quienes manejan las contrataciones en los pueblos son los
que tienen plata, y ¿quiénes tienen plata? los mafiosos, porque los ricos
viejos tienen sus negocios, su supermercado, su ganadería, su lechería, su
carnicería. El rico viejo está tranquilo en lo que está, no es muy político,
pero el rico nuevo, el emergente, que tiene plata y no sabe en qué invertirla,
dice «necesito construir quinientas casas de interés social, porque tengo una
plata que hay que legalizar». ¿Y cómo se maneja eso? Con la contratación. ¿Y
quién maneja los contratos?, el alcalde, el secretario de planeación y el
secretario de obras públicas. Entonces los contratistas pagan la campaña
política y luego amarran a los elegidos. Y así manejan las obras y las
entidades dependientes del estado, entre otras, las empresas sociales del
estado en materia de salud.
PM: Nos ha contado Emilio
todo este montón de asuntos tenebrosos, pero lo que predomina, y creo que es
una de las virtudes de la literatura o de cierta literatura, que quien cuenta
la historia es un hombre bondadoso, un hombre bueno. Entonces hay una especie
de esperanza entre un montón de anomalías, esperanza encarnada en el médico
narrador, que todavía da la cara por la medicina, para que finalmente podamos
confiar en ella y quizás por eso las instituciones médicas te perdonen este
libro.
ER: Me han perdonado como
cinco. «El pabellón de la mandrágora», que conocen, es más salvaje, así como «Y
nos quitaron la clínica», que cuenta cosas muy escabrosas. Este libro,
«Medicina bajo sospecha», sigue la línea de la parte médico-legal, así como el
arribismo médico y el mal colegaje. La idea es sacar los tres libros juntos, en
una trilogía que debe llamarse «La trilogía perversa de la salud», porque los
tres libros se alimentan y complementan.
PM: ¿Los médicos leen?
ER: Yo creo que sí. De «Y
nos robaron la clínica» se vendieron como cinco mil ejemplares. Claro, funcionó
mucho el pánico que hubo hace dos o tres años, cuando llegaron empresas
extranjeras a comprar clínicas, y se alertó todo el mundo con este libro. Los
médicos no solo leen, también hay muchos que escriben, se preocupan por ir más
allá de la medicina. Se está recuperando la tradición del médico intelectual,
que va más allá de recetar unas pastillas o acompañar a un enfermo y quieren
dejar testimonio de vida con el oficio de escribir.
Emilio Alberto Restrepo.
Médico, especialista en Ginecoobstetricia y en Laparoscopia ginecológica (UPB,
UdeA, CES, respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor
de cerca de veinte artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos La
Hoja, Cambio, El Mundo, Momento Médico, Universocentro, Revista Cronopio,
Laterales Magazine y Ficción la Revista. Ha publicado novelas, colecciones de
cuentos, libros de pedagogía y ensayos literarios. Ganador y finalista en
concursos de poesía, cuento y novela. Autor de cerca de 20 libros. En su
producción se destacan novelas de asuntos médicos y hospitalarios, novelas y
cuentos de género negro y temática urbana, libros infantiles, pedagógicos y de
ensayo literario. Con la Editorial UPB ha publicado, desde 2015, seis novelas
de su personaje, el detective Joaquín Tornado.
Pablo Montoya
Pablo Montoya Campuzano.
(Barrancabermeja, Colombia, 1963). Ha publicado varios libros de cuento,
poesía, ensayo y novela. Entre los más recientes: «El beso de la noche»
(Panamericana, Bogotá, 2010), «Adiós a los próceres» (Random House-Mondadori,
Bogotá, 2010); «Trazos» (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y «Solo una
luz de agua: Francisco de Asís y Giotto» (Tragaluz Editores, Medellín, 2009);
«Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX»
(Eafit, Medellín, 2013); «La música en la obra de Alejo Carpentier» (La carreta
Editores, Medellín, 2013); «La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004); «Lejos de
Roma» (Alfaguara, Bogotá, 2008) y «Los derrotados» (Sílaba Editores, Medellín,
2012). Ha obtenido varios premios y reconocimientos. Ha traducido poesía para
varios medios. Su novela «Tríptico de la infamia» ganó el Premio Rómulo
Gallegos, en 2015.
Wilfer Pulgarín
Wilfer Pulgarín es un
periodista y escritor colombiano con una trayectoria de más de 30 años en
diversos medios de comunicación en Venezuela. Tras su regreso a Colombia, ha
incursionado en la literatura de ficción, destacándose con su libro «La sonata
del diablo y otros cuentos forasteros», el cual fue premiado por la Alcaldía de
Medellín en 2023. Este reconocimiento resalta su habilidad para narrar
historias que exploran temas de migración y experiencias humanas profundas.
Además de su labor literaria, Pulgarín ha contribuido con artículos y
entrevistas en diversas revistas, como su pieza titulada «¿Quién le teme a
Emilio Alberto Restrepo?» publicada en Revista Cronopio. Su trabajo refleja una
combinación de experiencia periodística y sensibilidad literaria,
consolidándolo como una voz relevante en el panorama cultural colombiano.
CODA: Compartimois la grabacion de la charla en la Fiesta de Libro:
Esta selección en la Agenda Cultural nos permite ingresar a universos narrativos distintos, a ficciones diferentes y a voces narradoras distinguibles, a lugares y tiempos que nos proporcionan el solaz del que habla Vivian Gornick en Cuentas pendientes: reflexiones de una lectora reincidente, cuando dice que “lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental.
A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”. Que sea pues un cierre de año para ampliar nuestras fabulaciones personales con Luis Fernando Macías Zuluaga, Marcela Guiral, Jacobo Cardona, Estefanía Carvajal, Diana Patricia Díaz Hernández, Emilio Alberto Restrepo, Sandra Castrillón y Consuelo Posada y con la sorprendente obra de Rodrigo Mora, un narrador con palabras, un relator artista con imágenes.
Ahora que lo pienso, mi relación con
la venganza ha sido estrecha, ambigua, acaso dolorosa; me he regocijado con
ella y la entiendo como una forma de conectarme con los que de una u otra manera
no han sido buenos conmigo o con las cosas que respeto y valoro.Porque para
mí nunca fue simple asimilar las desigualdades y los atropellos y quedarme así,
como tan tranquilo. No me parecía justo, desde pequeño eso me irritaba.
Y no lo niego, mis primeros héroes de
infancia fueron dos sujetos del barrio que asumieron la justicia por mano
propia y me enardecieron mis fantasías en pos de lograr restaurar un
equilibrio, en una sociedad que se mostraba inequitativa y arbitraria: el
desvalido no tenía quién lo defendiera y lo reivindicara.
El primero fue aquel señor del sector
de la Villa del Aburrá que empezó a matar taxistas en retaliación a lo que
consideraba una falta total de cortesía de su parte hacia los habitantes
decentes de la vecindad. Después se supo que tenía un cáncer terminal y cuando
se sintió desahuciado, dejó desbordar el furor que le ocasionaban los abusos y
empezó a provocarlos para tener una disculpa y cargarse a los más groseros, o a
los que delinquían o eran atracadores o a los que aprovechaban la indefensión de
los clientes. Muchos no estaban de acuerdo con su accionar, pero reconozco que
en silencio lo admiraba y en el fondo quería ser como él. Al final se hizo
matar en la mitad de un operativo, dedicado como estaba a hacerles pagar a los
conductores el precio de su mal proceder. Murió en su ley. Asumió bajo su
responsabilidad la vocería del ciudadano de a pie que quería reaccionar a los
atropellos y no se atrevía y de su cuenta se levantó a una docena de tipos de
mala vida y peores costumbres. Muchos lo admiramos desde nuestra orilla de
pusilánimes sedientos de acción, pero carentes de valor.
El otro fue el abogado de los
pastelitos envenenados. Ese era malo y
salvaje, pero me gustó su reacción; confieso que me produce una especie de
regocijo todo lo que sea cobrarse las acciones viles de los malandros: al tipo
le robaron de su carro un maletín ejecutivo que había dejado descuidado con
unos papeles importantes; esto le ocasionó muchos problemas con sus clientes y
con unos casos que llevaba y se le enredaron algunos negocios; entonces decidió vengarse poniendo todos los días como
carnada en el auto una caja de panderos
tachonados de veneno, en el mismo sitio donde le hicieron el primer
robo. Le llegaron a robar hasta diez cajas de moros con cianuro. Cuentan las
malas lenguas que ni novias, ni abuelas, ni madres se salvaron del cariñito,
incluso hasta pequeñines cayeron por la gula. Al fin el tipo se fue para Bogotá
a hacer carrera política, nadie lo relacionó con el asunto, pero muchos pagaron
caro su falta de respeto por los bienes ajenos. Para mí, un paradigma, un
verdadero ejemplo.
2
Después de que quedé reducido a la
silla de ruedas por el accidente, una vez recuperado solía pasar tardes enteras
en el balcón de mi apartamento, que da a toda la 80 con la canalización, al
frente del semáforo. Por una razón que no entiendo, la mayoría de los
motociclistas no quieren parar cuando está en rojo, antes aceleran, no importa
si provocan una desgracia. Y eso es algo que me emputa de veras, me saca la
chispa y me daña el día. Díganme si tengo o no razón, a mí, que estoy en ese
estado por un irresponsable de esos. Entonces le copié el modelo a un inspector
jubilado de Belén, que en las noches se dedicaba a dispararle a los viciosos
del puente de la 74 cuando cogieron la costumbre de atracar ciudadanos que
volvían tarde a casa. Mató varios, pero se calentó y se tuvo que abrir del
barrio. Para mí era un teso, una especie de Charles Bronson de carne y hueso y
si por mí fuera le besaba la mano, le pedía trucos para saber cómo le hacía,
pero era un man muy serio y mala clase que no daba entrada. Además, yo no tenía arma, solo un rifle de
copas, pero con paciencia fui afinando puntería, me apoyaba en el muro y cuando
veía que un vergajo de esos no respetaba la señal de pare, le disparaba. Al
principio no le pegaba a ninguno, pero de a poco me fui volviendo una especie
de francotirador, apostado entre dos materas que me hacían pasar desapercibido
por si alguien me miraba desde afuera y empecé a atinarles al cuello, o a la
espalda y más de uno trastabilló en el pavimento o se estrellaban contra un
poste o fueron a dar de narices contra la parte de atrás de un bus. Que yo haya
sabido, ninguno se mató, pero ver esas raspaduras me alegraba y mientras peor
fuera el desbarajuste, más me emocionaba. Lástima no podérselo contar a nadie y
al principio no caí en cuenta de filmar para gozarme cuando alguno de esos se
despellejaba en el pavimento. Claro que alguna ayudita les hacía, pues en las
madrugadas le daba propina a un vigilante que era de toda mi confianza para que
esparciera arena y aceite en el cruce de las dos calles, para hacer más
resbaloso el piso. El pelado era como medio apelotardado, me miraba sin
entender mucho la situación, al parecer no se atrevía a preguntarme nada por
ver lo tullido que estaba y aceptaba los billetes sin chistar y sin preocuparse
de mis motivaciones. No se enteraba de lo que yo hacía en el día, pues él solo
trabajaba de noche. Luego de dar en el blanco, de inmediato yo me bajaba de mi
parapeto, escondía el rifle y me hacía el que estaba balconeando como si nada,
lamiéndome el bigote cuando la víctima chillaba como un marrano ante el raspón
o la fractura, ganada en franca lid con todo el merecimiento.
3
Mi mamá se empezó a dar cuenta de que
yo mantenía un rifle en el balcón y se imaginó que para nada bueno lo estaría
utilizando. Metiche como ha sido siempre, me lo confiscó por las malas y no
pude volver a utilizarlo, entonces me quedé sin poder cascarles con balines a
los motonetos. Pero ellos seguían pasándose el semáforo sin respetar la señal
de pare y yo continuaba con mi rabia intacta y hasta empeorando. Ahí fue que
empecé a jugar con los hologramas y de tanto cacharrear, en un tutorial de YouTube aprendí a proyectar imágenes de
realidad virtual. Es algo sencillo, se necesita un celular, una caja de disco
compacto, unos acetatos, unas lámparas. Entonces fui desarrollando habilidades
para reflejar representaciones espectrales con una especie de aspecto
tridimensional que, a simple vista, en una primera mirada, lograban confundir
al que pasara descuidado y se los encontrara de frente. Era como ver de súbito
un fantasma, que en una primera mirada no se sabía si era real o imaginado, lo
cierto era que estaba ahí de primerazo, como recién salido de la nada, como
caído del infierno. No eran muy perfectas las estampas, es cierto que se veían
algo distorsionadas si uno las observaba con detenimiento, pero de todas formas
se lograba el objetivo, que era asustar y hacer que los irresponsables
perdieran el control del aparato. Y funcionó, pues por mi situación me fui volviendo
paciente y recursivo y a punta de ensayar me fui perfeccionando en el arte de
la proyección de figuras. Fui descubriendo que la mejor hora era al caer la
noche, que las motos seguían pasando sin contención, que el susto al que se
enfrentaban al pasar de corrido y encontrarse con una aparición repentina de la
imagen de una viejita o de una vaca surgida de la nada, sobre un suelo
resbaloso era impresionante e inmanejable. Si no los tumbaba el susto del encontronazo,
lo hacía el desequilibrio de soltar sus manos al saber que tenían que evitar el
choque y de pronto matar a alguien o, mejor aún, cuando por esquivar pasaban al
otro lado y se encontraban de frente con el peralte o con otro motociclista
igual de raudo que ellos. No lo niego, fueron días felices, aunque reconozco
que hubo varios que creo que se quebraron la cocorota y pasaron a mejor vida.
No creo que nadie los extrañe mucho, pero mi mamá se estaba poniendo como
escamosa conmigo, preguntaba que qué era tanto lo que hacía, horas enteras en
el balcón, y empezó a presionarme para que me regulara por horarios, gracias a
la sugerencia del doctor Pérez, que por aquel entonces era el psicólogo que me
estaba dando apoyo. Hay que ser consciente, lo bueno es efímero, pero reconozco
que aquel pasatiempo fue muy entretenido mientras duró. Y se hizo labor en lo
que se pudo.
4
Pero lo mejor fue cuando aprendí a
fabricar bombas caseras con carcasas de celular y empecé a dejar que me las
robaran, me sentaba en mi silla a tomar el sol mientras me hacía el que hablaba
desprevenidamente por el cachivache. Obviamente estaba fingiendo, les hacía
pensar a los pillos que era un blanco fácil y dejaba que me arrebataran el móvil
desde una moto que pasaba por mi lado, incluso me atracaron desde bicicletas y
hasta domiciliarios a pie que corrían y me lo raponeaban. Esos miserables no se
condolían de mi situación, por el contrario, se aprovechaban de ella,creyendo que
habían goleado de lo botado que estaba, parapléjico y desvalido mirando al
horizonte junto al semáforo. Esta ciudad está llena de malnacidos que se creen
muy aviones. Peor pa´ellos. Así me
sacaba el clavo de cuando por robarme el teléfono tuve el accidente y quedé
como quedé. Apenas justo.
Al principio lo hacía con una de esas
panelas Nokia, las viejas y gruesas de pilas de litio, a los que les había
puesto explosivo plástico con clorato de potasio, azúcar y aceite vegetal, con
balines calibre 4,5 mm, que estallaban al rato de accionar el botón, por un
papel aluminio que ponía en contacto los polos de la batería. Era una belleza,
a los 10 minutos del robo se generaba un cortocircuito con recalentamiento que
volvía mierda lo que estuviera en el radio de los 50 centímetros del aparato.
Generalmente les explotaba en la mochila o en el bolsillo, lo cierto es que el
daño era grave casi siempre, el boquete les quedaba para el resto de la vida o
de la muerte, daba lo mismo por la gracia de Dios (en este caso de Alá, más
afín al sistema utilizado y a este tipo de métodos).
Con la práctica me fui puliendo y en
lugar de esas carcachas aparatosas y pesadas que no llamaban la atención de las
ratas, aprendí a fabricar detonadores que se activaban a distancia con solo
marcar el número del chip con un temporizador adaptado a un sistema LED. Suena
enredado, pero créanme: en menos de 5 minutos las carnes de los rufianes se
hacían trizas, moto incluida. Al final me gustaba verlos en átomos volando y
antes de una cuadra me daba por accionar el botoncito para no perderme el
espectáculo. Una fantasía. Una sofisticación, como dicen los muchachos, mera
elegancia. Todavía nadie me ha relacionado con eso. Mi primo Martín me consigue
los celulares y los materiales y cada vez me refino más en el arte. Mi mamá me
mira con disipeto por la ventana y está lejos de sospechar que ando de talibán
camuflado, con la ventaja de que ninguno ha vuelto para hacerme reclamos. Y
andan muy alborotados. Me están jaloneando 3 y 4 por semana, a todos se atiende,
no me encarto con ninguno. Es un hobbie que me está gustando cada vez más. Se
entretiene uno y por los laditos va fumigando. Hay que sentirse útil pa´la
sociedad...
*Este cuento
fue publicado originalmente en el libro GAMBERROS S.A. ganador de la
convocatoria modalidad cuento de la Secretaría de cultura ciudadana del
Municipio de Medellín, presupuesto participativo 2016, 2 ediciones. (Hilo de
Plata 2016 y Fondo editorial Uniremington, 2023.)
Médico, especialista en Ginecoobstetricia y en
Laparoscopia ginecológica (UPB, UdeA, CES, respectivamente). Profesor,
conferencista de su especialidad. Autor de cerca de veinte artículos médicos.
Ha sido colaborador de los periódicos La Hoja, Cambio, El Mundo, Momento
Médico, Universocentro, Revistacronopio, Laterales Magazine y Ficción la Revista.
Ha publicados novelas, colecciones de cuentos, libros de pedagogía y ensayo literario.
Ganador y finalista en concursos de poesía, cuanto y novela. Autor de cerca de
20 libros, en su producción se destacan novelas de asuntos médicos y
hospitalarios, novelas y cuentos de género negro y temática urbana, libros
infantiles, pedagógicos y de ensayo literario. Con la Editorial UPB ha
publicado, desde 2015, seis novelas de su personaje, el detective Joaquín
Tornado. Su últimos libros, la colección de cuentos Un hombre solo y mal
acompañado y la novela MEDICINA BAJO SOSPECHA, con editorial CES.
Descripción de Entrevista -voz en el espejo. parte 1
Una entrevista del escritor colombiano EMILIO ALBERTO RESTREPO con el periodista HENRY AMARILES (2 veces ganador del premio Simón Bolívar de entrevista radial), para la emisora UNRADIO. Hablan de las influencias del escritor y el proceso de creación. Primera parte 22/9/2016 · 26:14
Descripción de ENTREVISTA -VOZ EN EL ESPEJO -PARTE 2
Una entrevista del escritor colombiano EMILIO ALBERTO RESTREPO con el periodista HENRY AMARILES (2 veces ganador del premio Simón Bolívar de entrevista radial), para la emisora UNRADIO. Hablan de las influencias del escritor y el proceso de creación. Segunda parte 22/9/2016 · 21:58